Marel González Escobar
Una fina llovizna remoja la ciudad. Los bancos del parque desiertos, mientras las personas sortean los laguillos en las calles, aceras, mas no renuncian al domingo. Algunos rinden honores al invierno enredados en bufandas, otros, más atrevidos, parecen olvidar los rigores del calendario, y se lanzan convencidos de la inmortalidad del verano.
Yo apenas me asomo al gran ventanal de mi cuarto. Les miro, y casi me animo a ser como ellos. El invierno no conoce mis sábanas, siempre cálidas, traviesas, orgullosas de sus arrugas, y mis secretos. Solo en ellas confío.
La tarde fue corta. Los demonios del domingo me hacen burlas, pero llegaron tarde a un fin de semana que fue fin y comienzo.
Ya les conozco, primero asoman sus colas y luego retuercen los ojos, inquietos, suben por las paredes, cruzan bajo la cama, cuchichean, ríen, desandan, cambian letras, mientras leen estas oraciones patas arriba. Pero llegaron tarde, mojados, sin sombrilla.
A unos pasos, un angelote permanece atento, regidor entre nubes y almas. Alguien sin rostro, lee este montón de oraciones, hechas al descuido. Sujetos y predicados en desorden, clandestinos frente a las severidades de la Gramática. Ideas sueltas, faltas, erratas, disturbios o sensatez bajo la llovizna.
Párrafos que no admitirían el almidón de los márgenes, los títulos.
Vocales y consonantes hiladas de un tirón, salieron en busca de una ventana.