viernes, 30 de marzo de 2012

Crónica a la habanera.


Marel  González Escobar

Crucé  la isla y aterricé en la capital, la gran urbe  de  la  cual  escuchaba  hablar cuando era niña.  La  imaginaba entonces repleta de mares, luces y ruidos; teatros, semáforos y hoteles,  donde había que andar a la moda,  y caminar con estilo para no parecer “guajira”.  
Así le escuchaba decir en la escuela a quien tenía “la suerte” de tener un tío o una tía en la Habana, y regresaba  repleto de historias al pueblo, cuando terminaba agosto.  La  recién llegada casi siempre negociaba, por unos días,  nuestro acento, porque  había  que  hablar  como “habanera”.  
 
El  Capitolio,  el  malecón,  el Parque Lenin,  eran espacios inevitables en aquellos paseos de la infancia,  para la niña más “capitalina” de  mi aula de 4to grado,  a quien,  de cierto modo,  envidiábamos.    
Después  de  varios  meses, cuando volví  a  encontrarle,   seguía  yo  confundiendo calles y  cruzando,  con  más  o  menos sobresalto,  la  más  concurrida  avenida habanera.  Buscando en las esquinas de “El Vedado”, la combinación de números y letras imprescindible,  y  que,  a  pesar de repetírmela,  no cuelgo en mi abecedario. 

Las personas, tal vez más absortas en su  ajetreo, pero con la misma risa ante un chiste,  la misma gestualidad,  más  atrevidos, eso sí,   verdugos de la r , vaya acento capitalino.  Más  desenfadados, pero  no menos cubanos.  Siempre  “acusándonos”,  por cantar subordinadas y por la historia de una foto recurrente frente al Capitolio,  donde  a unos le llaman “guajiros” y a otros “turistas”, aunque adopten similar pose…
Pero  yo,  orgullosa  de  mi tono,  sin  tintes, sin almidones,   seguí  desandando  la  gran  avenida,  contando cuadras, medio  extraviada, conquistadora, otra vez,  entre  las esquinas, vuelvo y pregunto,  vanidosa  por  aquella aventura  que se pierden los capitalinos.