Marel González Escobar
Crucé la isla y aterricé en la capital, la gran urbe de la cual escuchaba hablar cuando era niña. La imaginaba entonces repleta de mares, luces y ruidos; teatros, semáforos y hoteles, donde había que andar a la moda, y caminar con estilo para no parecer “guajira”.
Así le escuchaba decir en la escuela a quien tenía “la suerte” de tener un tío o una tía en la Habana, y regresaba repleto de historias al pueblo, cuando terminaba agosto. La recién llegada casi siempre negociaba, por unos días, nuestro acento, porque había que hablar como “habanera”.
El Capitolio, el malecón, el Parque Lenin, eran espacios inevitables en aquellos paseos de la infancia, para la niña más “capitalina” de mi aula de 4to grado, a quien, de cierto modo, envidiábamos.
Después de varios meses, cuando volví a encontrarle, seguía yo confundiendo calles y cruzando, con más o menos sobresalto, la más concurrida avenida habanera. Buscando en las esquinas de “El Vedado”, la combinación de números y letras imprescindible, y que, a pesar de repetírmela, no cuelgo en mi abecedario.
Las personas, tal vez más absortas en su ajetreo, pero con la misma risa ante un chiste, la misma gestualidad, más atrevidos, eso sí, verdugos de la r , vaya acento capitalino. Más desenfadados, pero no menos cubanos. Siempre “acusándonos”, por cantar subordinadas y por la historia de una foto recurrente frente al Capitolio, donde a unos le llaman “guajiros” y a otros “turistas”, aunque adopten similar pose…
Pero yo, orgullosa de mi tono, sin tintes, sin almidones, seguí desandando la gran avenida, contando cuadras, medio extraviada, conquistadora, otra vez, entre las esquinas, vuelvo y pregunto, vanidosa por aquella aventura que se pierden los capitalinos.