viernes, 6 de noviembre de 2015

Una villa, un almirante y sus hechizos.




Marel González Escobar  



De boca en boca, los nativos del lugar narran leyendas que versionan estremecedoras pasiones, hallazgos y perpetuos amores. Lo cierto es que nadie ha podido resistirse a sus embrujos. 

Con casi 200 años, Gibara cautiva  a quienes le encuentran, para luego no dejarles escapar. Los encantos naturales, la cultura y el cariño de un pueblo de pescadores, atrapan a quienes se deciden por él, al norte de Holguín, provincia del oriente cubano.
Su centro histórico fue declarado Monumento Nacional en el año 2004. 

Quienes andan sus calles por primera vez, avanzan como les permite la mirada, sin saber que se dejan arrastrar por los hilos de su mística. Ninguno se abstrae de hurgar en los detalles de la arquitectura y el paisaje que la envuelve mientras, como música a los oídos, llegan los sonidos del océano. 

37 kilómetros de costa parecen navegar a la suerte del Atlántico. Techos, ventanales y fachadas de la época colonial, conviven en armonía con los olores del mar, delicada caricia que con las olas va y vuelve.
Adaptada al relieve del litoral, con sensual anatomía, Gibara decidió ser novia que aguarda con los ojos puestos en el horizonte.

Pernoctar en sus parajes convence en pocos minutos. Instalaciones de alto estándar, acogen a los turistas que llegan en recorridos desde las playas holguineras de Guardalavaca, Esmeralda y Pesquero; otros deciden apostar, con sincera exclusividad, por esta Ciudad Patrimonio del oriente de Cuba.

Los hoteles “Ordoño”, y “Arsenita”, resultan cómplices del entorno en perenne coqueteo con el tiempo, al revivir siglos pasados desde sus paredes, muebles, lámparas y alfombras. Sus antiguos dueños parecen habitarlos entre escaleras y mecedoras de maderas preciosas.
Una red de hostales, restaurantes y cafeterías, también incitan al regreso, cuando el paladar saborea las delicias de la cocina tradicional cubana y de la internacional.   
Playas, cuevas y un malecón, logran que muchos recorran más de 800 kilómetros desde la Habana, capital del país, para llegar hasta la bautizada una vez como “La Villa Blanca de los Cangrejos”.   
Los pescadores apenas advierten la presencia de los caminantes, mientras tejen sus redes para hacerse a la mar. Confabulados con la aparente pereza de relojes y calendarios, continúan su faena.

 En el corazón del entramado de la ciudad, los  museos de Historia Local, Artes Decorativas e Historia Natural, atesoran valiosas colecciones, entre ellas, piezas usadas por los aborígenes que habitaron la región, y especies marinas, muestras de aves autóctonas y migratorias.

Varios encuentros culturales reúnen a cientos de personas en Gibara a lo largo del almanaque. El Festival Internacional del Cine Pobre, es uno de los más conocidos. Cada 2 años, creadores de Cuba y de numerosos países del mundo, comparten sus maneras de hacer, a la memoria del director de cine, productor y guionista, Humberto Solás. 
 
Cristóbal Colón, el almirante, también supo de los hechizos de la zona, pues referencias almacenadas en su diario de navegación, hablan de la Naturaleza que se avista desde Gibara, a la sazón del descubrimiento de América. La magia podría estar en aquellas páginas, en las leyendas de lo que fue una ciudad amurallada, o en los secretos del mar, lo cierto es que Gibara enamora.

2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Gracias Marel por este maravilloso reportaje! Y sobre todo por renovar mis amores por Gibara!

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