Marel González Escobar.
Medio gris, medio fresco, los bancos aún húmedos, y un diario que anunciaba el adiós a la tormenta. Las personas se miraban acudiendo a una cita planificada en secreto. Abrigos y bufandas se apresuraron, rompieron la cerradura en noviembre, y aún, con el olor a madera antigua, a humedad, a retazos, salieron a la calle para enredarse de los pies a la cabeza.
Los fiscos, los corredores, y una gran cruz de madera le hicieron el juego. El día fue gris, no verde, ni azul, no fue arcoiris; gris de nubes, y sobre ellas anduvo uno y otro refugiado de la ciudad. Siguieron el rastro de un capitán extremeño, atrevido, aventurero como ellos mismos, con olores a indios, negros, criollos y luego, holguineros, como dicen los periódicos.
Las mujeres no maldijeron la humedad de las sábanas colgadas, parecía no importar que, tal vez, fuera para siempre. La gente cruzaba, subía, ida y vuelta con cualquier pretexto. Demasiado peso el calor, luego un ciclón y una tragedia que sacude, vuelve, reposa, no se olvida.
Pero aquella mañana, en el afán de estar vivos, decidían salir a respirar, a ejercitar los pulmones en ese oficio que sólo en ocasiones se advierte. Pocas veces importó el sábado sin sol más allá de los poetas. El invierno convirtió en noticia a un sábado sin sol.
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